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September 21, 2016

El Samán: insignia y emblema de Guacarí

Rodrigo Guerrero extraña reposar bajo la sombra de las largas y anchas ramas del ausente samán que se ubicaba en la plaza de Guacarí. Mientras contemplaba aquella proeza de la naturaleza a él le resultaba placentero ver volar las garzas blancas en señal de libertad y buscar en lo más alto las dos iguanas que allí siempre se escondían.
 

Yo esperaba a Rodrigo en el parque, mientras me comía un chontaduro con sal y miel en el puesto de Doña Graciela Caicedo, a quien por causalidad había visto en un retrato en primer plano donde lucia esplendida; vestía un vestido abombado de color blanco y círculos rojos, sus labios teñidos del mismo color sangre  y tenía en sus manos el típico platón de trabajo en el que llevaba el producto emblema del pacifico colombiano, pero lo mejor era el fondo de la foto y es que no podía ser otro más que el frondoso árbol, del cual siempre he estado interesado. Le pedí otro chontaduro y mucha miel, el cual me pasaba con la misma amabilidad y la sonrisa de siempre, mientras le daba una mordida llena de golosidad y ansiedad,  añoraba que él llegara, es que el encuentro había quedado para las tres en punto, hora en que el sol quema y los cholados se venden como si no hubiera mañana, y el problema no era que Rodrigo se demora en llegar, la cuestión es que me iba quedar sin plata y Graciela no fía, no después de conocer la mala fé de la gente. Cuando termine, tire la pepa al aire y con delirios de futbolista le di una patada, me gire hacia atrás y ya me esperaba una mano que ansiaba ser apretada en señal de saludo, firmemente la estreche.
 

El día anterior estuve en su casa, tomamos café bien oscuro y cargado como le gusta a él, mientras me hablaba de cómo era el municipio en generaciones pasadas, pero, notaba su mirada perdida, esto me hizo pensar que la mañana del 14 de agosto de 1989, fue fatídica para él y muchos de mis paisanos, pensé en que ese día no solo murió ‘‘totujandi’’ (el árbol sagrado de los indios), con él también se fue una parte de mi bello terruño.
 

Su amor por el samán que en principio media 60cm y que fue sembrado en la virgen tierra de Guacarí, una mañana del cuatro de julio de mil novecientos catorce, era innegable. La sala de su casa homenajeaba y exaltaba con fotos, pinturas y leyendas la magnitud del árbol, de hecho en uno de ellos fue donde vi a Doña Graciela, la cual era una vieja conocida del señor Torres.
 

En aquel tiempo se iluminaba con vela de cera, si se tenía se trasportaba en caballo y se parrandeaba tomando ‘’tapetusa’’ el cual era un aguardiente de contrabando que se hacía con el jugo de la caña con anís y café. Eso me contaba mi abuelo, dijo Rodrigo mientras sonreía y bebía un sorbo de tinta negra para continuar con la tertulia.
 

Él nació en 1952, cuando ya el coloso se encontraba cercano a su máximo esplendor. Guacarí creció cultural y socialmente a la par del árbol, y Rodrigo al igual que varias generaciones de guacariseños que crecieron allí. El gigante fue epicentro y fiel guardián de numerosos recuerdos de encuentros amorosos, euforias producidas por logros futbolísticos, poetas y todo tipo de actividades importantes, por ende me recalcaba la importancia que tiene el parque central en la idiosincrasia de los pueblos pequeños como el mío. Él aún guarda rabia y dolor porque sin pensarlo este se convirtió en escenario y testigo mudo de las promesas de la miseria política, la misma que fue asesinando al samán lentamente. Rodrigo frunce el ceño y aprieta fuerte los puños, yo lo miro con cautela, mientras me dice que más o menos por allá en mil novecientos setenta y ocho todos se dieron cuenta que el samán estaba enfermo, la enfermedad que padecía era conocida como ‘’orquitis’’ y se debía traer un producto desde Holanda para salvar el árbol, pero los políticos de turno poco y nada hicieron, de ahí el firme rencor de Rodrigo, porque para él estos condenaron al samán a una muerte lenta.
 

Para él fue como una puñalada al corazón ver como un día una de las ramas más grandes se desprendía y caía, dejando un vacío en el inmenso parasol, y esto sucedió en varias ocasiones, aunque el cómo aferrado a la vida y haciendo honor a su origen sagrado se aferraba a seguir en pie, como motor cultural de Guacarí. El trece de agosto de mil novecientos ochenta y nueve no fue un día común, el pueblo se preparaba para el luto, todos sabían que en cualquier momento la sombra y la fresca brisa no volverían más.
 

La historia se ve, se vive, se siente, de ahí que mi encuentro en el parque con Rodrigo no era fortuito. Yo necesitaba saber el final de su relato. El saludo a Doña Graciela, acto seguido dijo que ella también estuvo allí llorando la muerte del samán. Con su mano izquierda me señalo el lugar exacto donde se ubicaba el gigante. Él se levantó temprano ese día, la temperatura estaba alta como de costumbre. Se vistió de jean, camiseta blanca y converse rojos populares de esa época; desayuno rápido, su deseo era ir pronto al parque. Estando allí, se encontró con una gran multitud de guacariseños que al igual que él deseaban acompañar al samán en su último esfuerzo por resistir y aferrarse a seguir en pie, pero esta vez su caida parecía ser inevitable, ni siquiera los fuertes y largos lazos que pusieron los bomberos pudieron detener que comenzara a partirse en dos, tal cual como lo hizo en la memoria histórica del municipio. Esa noche y hasta el amanecer los guacariseños cantaron, oraron y lloraron entorno al árbol.
 

En la mañana del 14 de agosto de 1989 el samán dejaría de existir físicamente. Por la fuerte emoción del momento y el completo silencio, solo se escuchó crujir, como quebrándose y caer como si le hubiesen dado un golpe de nocaut, estrellándose contra el suelo en señal de derrota. No quedaba más por hacer o decir, pero para Rodrigo, Doña Graciela y tantos guacriseños que incluso no lo conocimos, el saman aún vive en la esencia de todos los que lo recordamos y valoramos.
 

‘’Aquel árbol nos habló siempre en dirección al corazón con lenguaje mudo y reverente’’ (Revista regional, homenaje al samán, 1989).
 

Escrito por Jhon Montenegro Jiménez

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